Volver a Salamanca es el sueño de todo el que la conoció y el deseo de quien está lejos. Salamanca tiene el color de la piedra renacentista, donde la belleza se siente y se respira en su ambiente. Por eso la apodan: La Atenas de Occidente, la Roma la chica.
A Salamanca se le conoce como "la Roma la Chica" debido a la riqueza de sus monumentos de diferentes épocas, la gran cantidad de iglesias y conventos, y su prestigio como centro de sabiduría y estudio.
Y también se la conoce como "la Atenas de occidente" por su antigua y prestigiosa universidad, que fue un centro de pensamiento y cultura durante siglos.
Sus calles guardan siglos de sabiduría, y entre sus muros dorados resuenan las voces de quienes moldearon el pensamiento de España y de Europa.
Salamanca no solo conserva su pasado, sino que lo vive cada día: en los claustros, en las plazas, en las guitarras de los tunos que todavía entonan serenatas bajo las ventanas.
Cuando el sol se posa sobre su piedra franca, Salamanca, alma de Castilla, parece estar tallada en oro, el tiempo se detiene y la historia se ilumina.
En sus calles se cruzan las sombras de teólogos, poetas, frailes, filósofos y estudiantes que, entre libros y coplas, levantaron una de las tradiciones universitarias más antiguas de Europa.
Declarada Patrimonio de la Humanidad, Salamanca no es solo un museo al aire libre, sino un organismo vivo donde aún late el espíritu del estudio y del saber.
Desde las aulas de su Universidad —fundada en 1212 por Alfonso IX y consagrada por Alfonso X el Sabio— hasta la Plaza Mayor, todo en ella respira conocimiento, arte y memoria.
Y entre todos sus símbolos, pocos tan queridos como la Tuna Universitaria de Salamanca, aquella que con su capa negra y su guitarra, lleva ocho siglos poniendo música al alma de la ciudad.
La tuna: ocho siglos de historia viva de la universidad
La Tuna Universitaria de Salamanca, decana entre las de España, representa la esencia festiva y sentimental de la Universidad más antigua del mundo hispanohablante. Por su longevidad se la conoce cariñosamente como La Viejecita, reflejo de una tradición que ha sobrevivido a los siglos sin perder su alegría ni su elegancia.
De sus rondas por la Plaza Mayor a sus serenatas bajo los balcones universitarios, la Tuna encarna el espíritu jovial de la ciudad erudita. En su repertorio conviven canciones como Clavelitos o Fonseca con fados, pasodobles y boleros, uniendo las raíces españolas y portuguesas que laten a orillas del Tormes y del Duero.
La tuna, la mejor embajadora sentimental estudiantil, ha cantado ante reyes, escritores o visitantes ilustres. “Cuando la Tuna te dé serenata…”, dice el refrán.
Cuando eso ocurre, deja que te envuelva su música y su alegría y ¡aplaúdela!, porque la tuna es historia viva de la universidad. Por eso se espera que la UNESCO la incluya en la lista del Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Del sopista a embajador universitario
- Los orígenes de la tuna se remontan a los “sopistas”, estudiantes que recorrían las calles cantando a cambio de la “sopa boba”.
En Salamanca, la tradición tomó cuerpo a finales del siglo XIX, cuando los llamados Capigorrones —jóvenes pobres que trabajaban como criados en casas acomodadas para costear sus estudios— transformaron su necesidad en ingenio y su hambre en arte.
Astutos y melódicos, fueron los que idearon una manera digna y alegre de ganarse la vida gracias a sus habilidades musicales y por qué no decirlo por la innata alegría juvenil . De ahí aquel dicho popular que aún se escucha en Castilla: “Estudia más un necesitado que cien abogados.”
La tuna de hoy es heredera de aquel alma pícara, fraterna y camaradería universitaria. La misma que, con capa, laúd y alegría, mantiene encendida la llama de una tradición, esa que convierte cada encuentro en una celebración compartida.

EFE/Xulio García/jgb
Fray Luis de León: la voz de “Decíamos ayer…”
Entre las piedras doradas de la Universidad aún resuena la voz de Fray Luis de León, símbolo de la inteligencia serena y la dignidad del pensamiento libre, uno de los grandes del Renacimiento español que un buen día vino a estudiar a la capital del Tormes, donde se hizo fraile agustino y profesor de teología, y acabó representando la edad de oro de la Universidad salmantina y del Humanismo español.
Sin embargo, lo que más le llamaba la atención es que alguien de tanta relevancia acabase en presidio por disputas entre diferentes órdenes religiosas derivado en los celos, envidias y zancadillas
Las rivalidades académicas y los celos religiosos lo llevaron a la cárcel de Valladolid, donde pasó casi cinco años injustamente preso. Allí escribió sobre la lentitud de la justicia y la malicia humana, dejando en las paredes de su celda palabras de una lucidez que aún asombra.
Durante el encarcelamiento que duró de marzo de 1572 a finales del 1576, denuncia la lentitud de la burocracia y la maldad de sus acusadores. Finalizada la condena, el mismo día que recupera la libertad y con la felicidad del momento encamina los pasos a su cátedra en la universidad salmantina con el fin de borrar ese largo y penoso paso por la prisión.
Al comenzar la clase sale esa famosa frase: “Decíamos ayer…”. Dos palabras que condensan el perdón, la serenidad y la fe en el conocimiento, y desde entonces, emblema de la Universidad.

EFE-/JOSE RAMON SAN SEBASTIAN
Unamuno: alma libre del Tormes
Si hay un nombre inseparable de Salamanca, es el de Miguel de Unamuno. Filósofo, poeta, novelista y rector, fue —más que un intelectual— un espíritu en perpetua rebeldía.
Llegado desde Bilbao, halló en la ciudad su patria del alma. Desde su cátedra de Filología, observaba el paso del tiempo en las piedras doradas del Patio de Escuelas, consciente de que en ellas habitaba la esencia misma de España.
A finales del siglo XIX, el tren que unía Salamanca con Portugal —aquel que inspiró la actual Avenida de Portugal— era símbolo de progreso y esperanza. Unamuno veía en ese ferrocarril algo más que un medio de transporte: lo concebía como metáfora del espíritu moderno, del viaje interior que todo ser humano emprende hacia el conocimiento.
Por eso aceptó ser consejero de la sociedad promotora del Tren del Duero, convencido de que por sus raíles no solo viajaban mercancías, sino también ideas, sueños y cultura.
Su figura, bastón en mano y sombrero ladeado, se convirtió en una estampa inseparable del paisaje urbano. Caminaba por las calles con paso breve y mirada profunda, dialogando consigo mismo sobre la fe, la razón y la identidad española. En su casa, frente a la universidad, escribió algunas de las páginas de nuestra literatura: El sentimiento trágico de la vida, San Manuel Bueno, mártir o La tía Tula.
Y como Fray Luis, también conoció el destierro y la incomprensión. Pero incluso en su retiro forzado, seguía mirando hacia Salamanca. “Salamanca, eres mi patria espiritual”, escribió. Y lo era: porque allí encontró el escenario ideal para sus preguntas sobre la existencia, la fe y la eternidad y allí murió, arrestado, el último día de 1936.
Hoy, cuando el visitante recorre la Plaza de Anaya o la vieja estación del tren, parece sentir aún su presencia. La ciudad entera es un eco de su pensamiento, un diálogo entre piedra y conciencia, entre lo eterno y lo humano. Pasear por sus calles no es mirar el pasado, sino escuchar cómo sigue hablando el tiempo.
Salamanca atrapa para siempre. En Salamanca, el conocimiento no envejece. La música de la tuna, la voz de Fray Luis y la palabra de Unamuno forman un mismo hilo: el de una ciudad que ha hecho del conocimiento una forma de vivir, donde la memoria se canta, se enseña y se trasmite.

EFE-/JOSE RAMON SAN SEBASTIAN
- Zoológico de Guadalajara es refugio de 300 especies, 85% en peligro de extinción- 02 noviembre, 2025
- Ictus, cada minuto importa - 02 noviembre, 2025
- La inacción en el cambio climático deja un "panorama sombrío": millones de muertes al año - 02 noviembre, 2025
UDGTV
Radio UdeG























